Durante los dos siglos que precedieron a la expulsión de la península ibérica, las comunidades judías enfrentaron de forma constante tensiones internas y relaciones cambiantes con los poderes cristianos y con sus vecinos musulmanes. En el ámbito interno, se configuraron dos grandes fracturas intelectuales: una, en torno a la naturaleza del conocimiento, enfrentó a filósofos con kabbalistas; la otra, en torno a la interpretación de la ley judía, dividió a los partidarios de una exégesis simbólica frente a los defensores de una lectura literal. A estas divisiones se superpuso una fisura de carácter demográfico y cultural: por un lado, los judíos arraigados en entornos islámicos, orientados a la especulación filosófica y la imaginería esotérica; por otro, aquellos provenientes de regiones centroeuropeas, más volcados en el estudio del Talmud y la espiritualidad pietista.